La reciente prohibición de narcocorridos en el estado mexicano de Nayarit ha vuelto a encender el debate sobre la narcocultura en América Latina.
Esta decisión estatal coincide con una iniciativa federal lanzada por la presidenta, Claudia Sheinbaum, quien presentó el programa México Canta, destinado a promover música con «valores positivos” y contrarrestar la apología del crimen en la cultura popular.
Pero el debate está lejos de resolverse: ¿los narcocorridos son una crónica musical de la realidad, una herramienta de propaganda criminal o ambas cosas?
¿Qué es un narcocorrido?
Los narcocorridos son un subgénero musical que cuenta historias reales o ficticias sobre narcotraficantes.
A menudo, presentan a estos personajes como figuras valientes, poderosas y dignas de admiración. Aunque sus raíces se remontan a los antiguos corridos revolucionarios, su contenido ha evolucionado hasta convertirse en un fenómeno de masas que va mucho más allá de la música.
«El narcocorrido no es una invención reciente. Ya en los años 20 había canciones sobre el contrabando de alcohol. Y en los 90 hubo una gran explosión del género con la figura de Chalino Sánchez”, explica Elijah Wald, musicólogo y autor del libro Narcocorrido: un viaje dentro de la música de drogas, armas y guerrilleros.
Apología o reflejo de la realidad
Para Wald, el auge de los narcocorridos debe entenderse en el contexto de una cultura global que glorifica la violencia desde hace décadas: «La idea de convertir a criminales en héroes no es mexicana. Al Pacino en Scarface es probablemente el icono cultural más influyente de las últimas décadas”.
Javier Oliva Posada, profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, tiene una visión diferente.
Para él, el fenómeno del narcocorrido es peligroso y requiere una respuesta firme del Estado: «Es muy problemático. Cuando un cantante como Peso Pluma llena un estadio con letras que hacen apología del crimen y del machismo, no podemos decir que es solo música. Es parte del crimen organizado”.
La música como vehículo de poder
Wald describe una industria compleja, en la que hay narcocorridos por encargo —»para sentirse como Pancho Villa”—, pero también canciones creadas libremente por artistas independientes o como reacción inmediata a eventos.
«Cuando El Chapo escapó de prisión, aparecieron más de una docena de corridos en YouTube en cuestión de horas”, relata.
Para Oliva, sin embargo, esa aparente espontaneidad no justifica la difusión: «La música se ha convertido en una forma de interiorizar prácticas criminales. Cuando alguien escucha esa música a diario, en la carretera o en casa, normaliza ese estilo de vida”.
¿Prohibir o regular?
La respuesta institucional divide opiniones. Oliva defiende una línea clara: «Sí, soy partidario de la censura. Hay demasiada violencia en México como para ser tibios. Las decisiones deben ser proporcionales al tamaño del problema”.
Wald no comparte esa postura. Aunque reconoce el problema de fondo, considera que prohibir canciones no soluciona nada: «Si censuras un narcocorrido, solo lo haces más popular. Es una jugada política que no cambia la realidad. Es teatro. El problema está en la desigualdad, no en la música”.
Educación y alternativas: ¿una salida?
Ambos expertos coinciden en que deben abordarse las causas estructurales de fondo: pobreza, falta de oportunidades y descomposición institucional. «El verdadero antídoto es una política integral”, señala Oliva. «Becas, más oferta escolar, acceso al empleo. Sin eso, cualquier programa cultural se queda corto”.
Wald va más allá: «Sabemos lo que reduce el crimen: educación, oportunidades reales. No más policías ni más cárceles. Lo contrario solo empeora las cosas. Lo he visto en Estados Unidos durante toda la llamada ‘guerra contra las drogas’”.
Una narrativa que no se limita a México
La narcocultura se ha expandido por América Latina e incluso a Europa. Camisetas con la imagen de Pablo Escobar, series de televisión como Narcos, videojuegos como Grand Theft Auto o perfiles de TikTok que glorifican al crimen son parte del mismo ecosistema.
«El culto al narco se ha vuelto una narrativa aspiracional para sectores marginados. Representa poder, respeto y dinero. Y eso vende. En canciones, en camisetas, en series”, apunta Wald.
Oliva, por su parte, alerta sobre el riesgo de una generación que «ya no distingue entre el héroe trágico y el criminal impune”. Para él, la reacción social no puede demorarse: «Si no actuamos ahora, estas expresiones seguirán ocupando espacios que deberían ser para valores democráticos y comunitarios”.
Entre el síntoma y la causa
La narcocultura es, a la vez, reflejo y generadora de una realidad compleja. Su popularidad no se puede desligar de los contextos de violencia, desigualdad y desesperanza que atraviesan muchos territorios.
Para Javier Oliva, la censura es una herramienta válida dentro de una política más amplia. Por su parte, Elijah Wald piensa que la clave está en transformar las condiciones sociales que hacen atractiva esa narrativa.
Ambos coinciden, sin embargo, en un punto esencial: no se trata solo de canciones. Se trata de qué tipo de sociedad permite que esas canciones se vuelvan himnos. «Si queremos cambiar la cultura, hay que cambiar la sociedad que la produce”, concluye Elijah Wald.
(ms)/DW Actualidad