El sábado 19 de julio, varios sujetos armados ingresaron a un salón de billar en Playas, en la provincia ecuatoriana de Guayas, y dispararon al menos ochenta veces contra quienes se encontraban en el lugar.
Diez personas perdieron la vida. Ese mismo día, un poco hacia el noroeste, dos mil militares eran desplegados en la provincia de Manabí, luego de una jornada de horror que en apenas doce horas dejó quince personas asesinadas a mediados de semana.
Y todo eso en un contexto donde se preparaba la extradición, ejecutada finalmente el domingo 20 de julio, de Adolfo Macías, «Fito”, el mayor narcotraficante del país, recapturado tras permanecer un año prófugo.
Su detención deja un espacio en Los Choneros, la banda que él lideraba, lo que podría explicar en parte la violencia desatada en Manabí, donde el líder de la banda rival, Los Lobos, fue tiroteado en la calle junto a su esposa y dos guardaespaldas (ambos exmilitares) por presuntos miembros de la banda de «Fito».
Las conexiones entre pandillas, crimen organizado, elementos del Estado y el narcotráfico son profundas y complejas, y la violencia -que en 2025 ha cobrado más de 4.200 vidas en los primeros seis meses del año, a razón de un homicidio por hora- no da tregua, pese a las medidas adoptadas por las autoridades.
Lo extraordinario es habitual
«En Ecuador es habitual que, cuando los líderes de organizaciones criminales mueren o son capturados, el vacío de poder provoque procesos de fragmentación y nuevas disputas por control de economías ilícitas”, dice a DW Glaeldys González, analista y experta en Ecuador del think tank International Crisis Group.
Esto podría explicar los hechos de Manabí. «La extradición de ‘Fito’ podría desencadenar una reconfiguración interna de Los Choneros y su estructura de liderazgo, lo que potencialmente incrementaría la violencia en el corto plazo”, agrega.
«Ecuador está viviendo una guerra entre bandas. Las estructuras criminales siguen intactas, porque no se ha intervenido lo que realmente hace de Ecuador un lugar atractivo para el crimen: la debilidad institucional, el precario control territorial, los puertos y cárceles vulnerables”, explica a DW Carla Álvarez, académica del Instituto de Altos Estudios Nacionales de Ecuador.
La pregunta que surge ante el violento escenario que se presenta a los ecuatorianos es si esta será la nueva normalidad del país. «No estamos ante una realidad irreversible, pero sí frente a una crisis de seguridad que requiere respuestas más allá de lo inmediato”, responde Bernarda Jarrín, politóloga ecuatoriana afincada en Washington, en conversación con DW.
«La violencia que vemos hoy es el resultado de años de debilitamiento institucional y falta de inversión en prevención”, añade.
«La violencia criminal se ha vuelto parte del día a día en varias provincias costeras de Ecuador, mientras los estados de excepción prolongados evidencian cómo lo extraordinario ha pasado a ser lo habitual”, señala, por su parte, González.
«Aunque este fenómeno parece consolidarse como una ‘nueva normalidad’, todavía existen márgenes para revertirlo, siempre que se adopten respuestas estructurales más allá del despliegue militar», sostiene.
No hay soluciones simples
La mera militarización del país no ofrecerá soluciones a largo plazo, básicamente porque «la militarización no es una solución sostenible en el tiempo”, dice Jarrín.
En opinión de la especialista, «el crimen organizado requiere un enfoque multidimensional. Si bien el despliegue de fuerzas armadas puede ofrecer contención temporal, es imprescindible abordar el problema desde múltiples frentes: fortalecimiento del sistema judicial y penitenciario, inversión social en territorios vulnerables y desmantelamiento de economías ilícitas que sostienen a las redes criminales. Sin un enfoque integral y sostenido, los avances serán limitados y poco duraderos”, advierte.
¿Corre Ecuador el riesgo de convertirse en una réplica de la Colombia de los noventa o en un nuevo México? González dice que no, porque las dinámicas que operan en Ecuador son propias y «los grupos criminales actúan principalmente como operadores logísticos de redes transnacionales de narcotráfico”, mientras que en México los carteles son hegemónicos y disponen de redes más robustas.
Ecuador, al mismo tiempo, carece del «componente insurgente” que era tan característico de la Colombia de los carteles de la droga, ni tampoco «reproduce las estructuras jerárquicas rígidas” que se veían en grupos criminales como los de Medellín o Cali.
«Ecuador comparte algunas señales de alerta, pero no se puede hacer una comparación”, complementa Jarrín, porque el contexto es distinto.
«Hoy operan redes criminales mucho más transnacionales, con un alto nivel de sofisticación logística y financiera que se adaptan rápidamente y están profundamente integradas a los mercados globales del narcotráfico”, indica.
Empero, las señales son claras, dice, por su parte, Carla Álvarez. «Estamos siguiendo una trayectoria similar, pero en un contexto más complejo. Vivimos la ‘nueva temporada’ de una vieja serie de narcos, y la clase política ecuatoriana no tomó suficientes apuntes de las lecciones que dejaron Colombia y México”, opina la especialista.
Para ella, la repetición de errores puede costar caro. «Hay respuestas tardías, improvisadas y que buscan impacto mediático, mientras los mercados criminales y de consumo crecen, la tecnología potencia el delito, y el ‘desorden internacional’ invisibiliza lo que ocurre. Todo esto en un país con un Estado con precarios controles y capacidades”, pondera.
(ms)/DW Actualidad